Entre la promesa de un mundo por debajo de 2 °C y el reloj que marca 2035
Una década después del Acuerdo de París, el mundo se ha alejado de los peores escenarios climáticos, pero aún no garantiza un futuro por debajo de los 2 °C. Este texto recorre el camino entre el entusiasmo de 2015 y el horizonte de 2035, donde la ciencia sitúa un posible punto de no retorno, y se pregunta qué hemos hecho, qué falta y qué papel nos toca como sociedad.
13 noviembre 2025,
Aldo René Villarreal Camacho
Imaginemos de nuevo aquella escena: diciembre de 2015, París, una madrugada fría y larga. Después de jornadas interminables, delegaciones de casi 200 países se ponen de acuerdo en algo que, hasta entonces, parecía políticamente imposible: limitar el aumento de la temperatura del planeta “muy por debajo de los 2 °C” y hacer todo lo posible para no superar los 1,5 °C respecto a la era preindustrial.
En aquella sala se aplaudió, se brindó, se habló de “momento histórico” y de “nuevo comienzo”. Muchos salieron a la calle con una mezcla extraña de alivio y vértigo. Alivio por haber logrado, por fin, un acuerdo climático global y vinculante. Vértigo al comprender que el trabajo duro no terminaba con una firma solemne, sino que empezaba precisamente allí.
En ese mismo año yo acababa de iniciar una nueva etapa de mi vida. Llevaba unos diez meses estudiando a fondo la crisis climática, la problemática de los residuos y la generación de gases de efecto invernadero. Los Acuerdos de París marcaron un hito en mi propia formación y en la empresa que comenzábamos a construir: empezamos a reorganizar nuestra estructura tomando esos compromisos como referencia. Los primeros años se hablaba mucho del tema; después, poco a poco, casi nadie lo mencionaba y más de una vez escuché: “¿qué son los Acuerdos de París?”. Para quienes vivimos y sentimos lo que está ocurriendo en el clima y en los territorios, esos compromisos no son un episodio más de la agenda internacional: son una guía de acción que debemos seguir trabajando y actualizando, aunque ya no ocupen titulares.
Una década después, con el eco de aquellos discursos ya lejano, la pregunta incómoda vuelve a imponerse:
¿qué ha pasado realmente con los Acuerdos de París?
¿Lograron cambiar el rumbo del planeta o se han quedado atrapados en el territorio de las grandes promesas?
La fecha que nadie quería ver en el calendario
En los primeros años posteriores a París, la ciencia empezó a ponerle números a nuestro margen de maniobra. Un estudio publicado en la revista científica Earth System Dynamics, realizado por investigadores de la Universidad de Oxford y de la Universidad de Utrecht, lanzó una advertencia difícil de digerir: si los gobiernos no actuaban con decisión antes de 2035, la humanidad corría el riesgo de cruzar un “punto de no retorno” climático, a partir del cual sería muy poco probable mantener el calentamiento global por debajo de los 2 °C hacia 2100.
Ese “no retorno” no es un botón apocalíptico que se activa de un día para otro. Es algo más inquietante: la combinación de inercia física y retraso político que nos encadena a un calentamiento peligroso, incluso si reaccionamos tarde con medidas drásticas.
Cuando se publicó, el estudio hablaba de “apenas quince años” para comenzar a reducir con fuerza las emisiones. Hoy, buena parte de ese margen se ha consumido: nos quedan poco más de diez años hasta 2035, y muchos de ellos, si somos honestos, los hemos pasado debatiendo más que actuando.
Mientras tanto, informes del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y del IPCC repiten el mismo mensaje con distintos matices: para mantener vivo el objetivo de 1,5 °C, las emisiones globales deberían caer de forma abrupta en esta década; para evitar superar los 2 °C, también. Lo que está en juego no es un detalle técnico, sino el tipo de mundo en el que van a vivir quienes hoy están en la escuela primaria.
Un tratado ambicioso, una realidad tozuda
Si uno vuelve al texto del Acuerdo de París, encuentra ambición: metas claras de temperatura, planes climáticos de cada país (las famosas NDC) que deben actualizarse y hacerse más exigentes con el tiempo, y un mecanismo de balance global cada cinco años para evaluar si la humanidad va por el camino correcto.
Sobre el papel, la arquitectura es impecable. En la práctica, la realidad es más compleja.
Los años transcurridos desde 2015 han sido, también, los más calurosos jamás registrados a escala global. Las emisiones totales de gases de efecto invernadero no han dejado de crecer, aunque lo hacen más despacio que en décadas anteriores. París, en ese sentido, ha logrado frenar la aceleración del problema, pero no invertir la tendencia.
Hoy sabemos que, gracias al acuerdo y a las políticas adoptadas desde entonces, el mundo se ha alejado de los escenarios más extremos, aquellos que proyectaban subidas superiores a 4 °C a finales de siglo. Pero también sabemos que los compromisos actuales siguen siendo insuficientes para garantizar un planeta “por debajo de 2 °C”, y que el objetivo de 1,5 °C solo se mantiene vivo a costa de hablar de “sobrepasarlo” temporalmente y volver después a ese umbral.
Es como si hubiéramos conseguido que un coche que iba directo hacia un muro dejara de acelerar… pero todavía no hubiéramos pisado el freno con la fuerza necesaria.
El planeta nos pide más (y también nuestros hijos)
En casi todas las cumbres climáticas hay una frase que se repite: “El planeta nos está pidiendo más”. Puede sonar a consigna, pero es algo mucho más simple y más íntimo.
Lo que realmente está en juego es la vida de quienes ya están aquí y de los que vendrán: nuestros hijos, nuestros nietos, niñas y niños que hoy corren detrás de una pelota en un patio de colegio y que vivrán de lleno las consecuencias acumuladas de nuestras decisiones.
Si queremos que esas futuras generaciones habiten un planeta mínimamente habitable, no basta con pronunciar “sostenibilidad” como si fuera un conjuro. Hay que asumir algo básico, casi doméstico: la Tierra es nuestro hogar. Y durante décadas la hemos tratado como una habitación de hotel en la que se puede dejar todo tirado porque “alguien vendrá a limpiar”.
Durante mucho tiempo, la contaminación ambiental se percibió como un ruido lejano, un problema de “otros”. Hoy el cambio climático se ha instalado en la experiencia cotidiana: olas de calor que duran semanas, sequías que vacían embalses, lluvias torrenciales que colapsan ciudades pensadas para otro clima.
Nadie puede decir que no lo vio venir. Llevamos décadas leyendo informes, viendo documentales, compartiendo gráficos en redes sociales. Algunas personas han empezado a actuar desde su casa, reduciendo residuos, cuidando el agua, cambiando formas de consumo. Otras lo hacen desde sus empresas, introduciendo políticas ambientales y transformando procesos.
Pero el reloj sigue avanzando, y 2035 no se va a detener para preguntarnos si estamos listos.
Del eslogan al contenido: desarrollo sustentable en serio
En medio de todo esto, una expresión lo invade todo: desarrollo sustentable. Está en discursos políticos, documentos corporativos, campañas de marketing. Pero ¿qué significa en la práctica?
Podemos decirlo sin rodeos: un desarrollo verdaderamente sustentable es el que se orienta a satisfacer las necesidades del presente —vivienda, alimentación, educación, salud, trabajo digno, recreación— sin destruir la capacidad de las próximas generaciones para satisfacer las suyas.
Eso exige, como mínimo, que el proceso de desarrollo tenga en cuenta todos los elementos del entorno humano, no solo la curva del PIB.
Que el aprovechamiento de los recursos naturales no siga dejando tras de sí daños irreparables en suelos, aguas, bosques y atmósfera.
Que el progreso económico y social favorezca la convivencia, la equidad y la dignidad, en lugar de profundizar desigualdades.
Y que la economía aprenda de la naturaleza: de sus ciclos, de su capacidad de regeneración, de sus límites físicos.
No hay desarrollo sustentable si los ríos siguen siendo alcantarillas, si los vertederos crecen a cielo abierto en las periferias, si la energía que sostiene nuestro modo de vida depende todavía, de manera abrumadora, de quemar combustibles que calientan el planeta.
Cuando la basura se convierte en energía y agua
Frente a este panorama, hay una idea que todavía ocupa poco espacio en el debate público, pero que podría cambiar el tablero: dejar de ver los residuos como un problema y empezar a integrarlos en la solución.
Un país empieza a cambiar de lógica cuando una parte creciente de su energía se genera a partir de residuos sólidos, neumáticos y aguas residuales tratados con tecnologías limpias, sin emisiones tóxicas.
Cuando la factura de diésel, carbón y otros combustibles fósiles disminuye porque la matriz energética incorpora más renovables y procesos circulares.
Cuando los vertederos dejan de ser montañas de basura y se convierten en infraestructuras de transición hacia sistemas de reaprovechamiento y reciclaje.
Cuando las aguas residuales dejan de ser un líquido oscuro que se pierde en el subsuelo o en un río para convertirse en fuente de agua reutilizable y de energía.
Proyectos que trabajan en esa intersección —energía limpia, gestión de residuos, agua potable— muestran con claridad esta posibilidad: transformar residuos sólidos, neumáticos y aguas residuales en energía renovable y agua potable, sin emisiones dañinas y respetando las normas internacionales.
Cuando un país logra algo así a escala, el impacto es doble: reduce contaminación y emisiones, y al mismo tiempo libera recursos económicos que antes se destinaban a importar combustibles o a atender las consecuencias sanitarias de no tratar adecuadamente el agua y los residuos.
Una breve historia de acuerdos, cumbres y llamadas de atención
Nada de lo que ocurre hoy aparece de improviso. El debate ambiental lleva medio siglo sedimentándose.
El 22 de abril de 1970 se celebró por primera vez el Día de la Tierra, impulsado por el senador estadounidense Gaylord Nelson para llamar la atención sobre la contaminación y la pérdida de biodiversidad. La presión social llevó a la creación de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos y abrió una nueva etapa.
En 1987, el informe de Naciones Unidas Nuestro Futuro Común —el célebre “Informe Brundtland”— dio una definición de desarrollo sostenible que, con matices, seguimos repitiendo hoy: satisfacer las necesidades del presente sin comprometer las del futuro. De allí se llegó, en 1992, a la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, que introdujo conceptos como evaluación de impacto ambiental, equidad intergeneracional o economía circular.
El Acuerdo de París de 2015 es heredero de ese camino. Pero introduce un giro decisivo: por primera vez, el mundo se pone metas concretas de temperatura —1,5 °C y 2 °C— y crea un mecanismo de revisión quinquenal para valorar si nos estamos acercando o alejando de ellas.
Diez años más tarde, el balance es ambivalente. París ha servido para algo esencial: evitar que el futuro climático se desborde hacia los escenarios más extremos. Sin embargo, los compromisos actuales siguen siendo insuficientes para garantizar un planeta por debajo de los 2 °C.
Nos hemos alejado del abismo, pero seguimos demasiado cerca del borde.
¿Y nosotros? Del gesto pequeño al proyecto común
Ante este panorama, surge una pregunta inevitable: si el problema es global y estructural, ¿qué puede hacer una persona, una familia, un barrio, una empresa pequeña?
La respuesta honesta es doble. Por un lado, sin decisiones valientes de gobiernos y grandes empresas no habrá giro de timón. Pero, por otro, el clima no se cambia solo desde arriba. Se cambia también con millones de decisiones pequeñas que, sumadas, crean una presión social y cultural imposible de ignorar.
Esas decisiones van desde lo elemental —el uso que hacemos del agua, del papel, de la energía— hasta lo político: qué exigimos a nuestras autoridades, qué políticas apoyamos, qué proyectos respaldamos con nuestro tiempo, nuestro voto o nuestro dinero.
Sembrar un árbol y cuidarlo, usar la ducha en vez de llenar la bañera, cerrar el grifo mientras nos cepillamos, no tirar aceite por el desagüe, cargar una bolsa para no dejar basura en la calle… son gestos que no van a “salvar el planeta” por sí solos. Pero tienen un valor doble: reducen impactos concretos y, sobre todo, nos ayudan a cambiar de mirada.
Dejar de ver la Tierra como un almacén infinito y empezar a verla como un sistema vivo que necesita tiempo, cuidado y límites.
2035: una fecha, no una sentencia
Volvamos a la fecha que nadie quería ver en el calendario: 2035. No es una profecía apocalíptica, sino un recordatorio incómodo de algo sencillo: el tiempo del “ya veremos” se ha acabado.
Sabemos qué hay que hacer, qué tecnologías están disponibles y cuánto nos queda de margen. Lo que falta, casi siempre, es voluntad sostenida.
Cuando miremos atrás, sabremos si los Acuerdos de París fueron realmente el inicio de un cambio de rumbo o solo un capítulo más en la larga historia de las promesas incumplidas.
Entre tanto, cada uno de nosotros tendrá que responder a una pregunta mucho más íntima:
¿Estoy viviendo como si la Tierra fuera un lugar del que puedo marcharme cualquier día,
o como si fuera el único hogar que tengo?
Quizá la verdadera medida del éxito de París no se lea solo en las curvas de emisiones o en los gráficos de temperatura, sino en algo menos cuantificable: nuestra capacidad de abrazar un proyecto común de futuro en el que el desarrollo no sea sinónimo de sacrificar la casa donde vivimos.
Este texto se inscribe en la serie “Agua para la Vida: El Gran Reto de la Humanidad”, que explora cómo el acceso al agua segura, la energía limpia y la gestión inteligente de los residuos puede convertirse en columna vertebral de un nuevo modelo de desarrollo, más justo con las personas y con el planeta.
Aldo René Villarreal Camacho es presidente de la Organización Internacional Valoramos el Ambiente (OIVA), ONG de cooperación al desarrollo registrada en España. Desde el programa “Agua para la Vida: El Gran Reto de la Humanidad” impulsa proyectos de agua segura, energías renovables y economía circular en América Latina, el Caribe y Europa, conectando investigación, diplomacia ciudadana y soluciones tecnológicas sobre el terreno.