La policrisis climática, hídrica y social solo es soportable si tejemos alianzas reales entre instituciones y comunidades, sin dejar sistemáticamente a nadie fuera.
Hay un momento, en cada viaje, en que la palabra «crisis» deja de ser un titular y se vuelve un rostro. A partir de ahí, ya no hablas de sostenibilidad en abstracto: hablas de personas concretas con nombre y apellidos.
Se ve todos los días: un barrio de montaña donde el camión cisterna llega cuando puede; una capital latinoamericana donde el aire quema y el agua sabe a cloro; una sala de reuniones donde se discute de energía y nadie menciona quién paga el recibo al final de mes. Ahí se entiende que no vivimos una sola crisis, sino varias superpuestas: climática, hídrica, económica, social.
Mientras una sequía prolongada vacía embalses y retrasa cosechas, el precio de la comida sube, la factura de la luz se vuelve impredecible y la violencia se cuela en la conversación cotidiana. En muchos países, la sensación es la de estar de pie sobre un suelo que ya no es firme: un mes se habla de inflación, al siguiente de incendios, al otro de nuevas tensiones geopolíticas.
Debajo, casi siempre, hay un mismo ruido de fondo: estructuras de desigualdad que llevan décadas ahí. Brechas de género que se heredan, racismo y discriminación étnica, criminalización de personas LGBTIQ+, exclusión de personas con discapacidad, periferias urbanas donde el acceso al agua potable sigue siendo una promesa. Los que menos han contribuido a la crisis climática, hídrica y económica suelen ser quienes más la sufren. Esa es la línea de falla que se repite.
Por eso, cuando hablamos de «sostenibilidad» solo en términos de economía verde o de reducción de emisiones, algo se queda corto. La pregunta de fondo es otra, mucho más incómoda y más honesta: ¿qué tipo de sociedades queremos ser mientras atravesamos esta policrisis?
Desde hace años, en espacios de cooperación internacional y también en el trabajo de campo, aparece una respuesta que se vuelve cada vez más necesaria: la agenda de Sostenibilidad e Inclusión Social. No es un nuevo logo ni un departamento técnico: es una forma de mirar el desarrollo desde la vida cotidiana de quienes viven en el borde.
Y nos recuerda algo que conviene repetir aunque incomode:
Sin sostenibilidad social —sin sociedades inclusivas, cohesionadas y resilientes— no hay transición ecológica ni desarrollo que aguante.
Desde esa perspectiva, asociarse para crear comunidades sostenibles no es un eslogan, sino un trabajo paciente que se apoya en cinco ideas clave.
Sostenibilidad social: sociedades que cuidan y responden
Cuando en OIVA hablamos de sostenibilidad social, no pensamos en un índice, pensamos en una escena concreta: una familia que sabe que mañana también tendrá agua; una comunidad que, frente a un conflicto, puede sentarse a acordar antes de romperse; una institución que abre la puerta, escucha y responde.
La sostenibilidad social se ocupa de algo muy sencillo de decir y muy difícil de practicar: cómo se organiza una sociedad para cuidar a su gente, especialmente cuando las cosas se complican.
Una sociedad socialmente sostenible es aquella en la que las personas pueden participar en las decisiones que les afectan, donde las instituciones no son un trámite opaco, y donde los conflictos —inevitables— se tramitan de forma que no rompan el tejido común. No se trata de un ideal abstracto, sino de una pregunta muy concreta que nos hacemos cada vez que visitamos un territorio: ante la próxima crisis, ¿la reacción será proteger primero a los más vulnerables o pedirles que vuelvan a sacrificarse?
Cuando este tejido social es fuerte, los logros económicos y ambientales se sostienen en el tiempo. Cuando es débil, cualquier avance se vuelve frágil: una sequía extraordinaria, una recesión, un cambio de gobierno o un evento extremo pueden tirar abajo años de esfuerzo. Por eso, cada vez más voces hablan de la sostenibilidad social como el «tejido conectivo» de las otras dos: la económica y la ambiental.
En la práctica, esto implica trabajar en tres frentes a la vez: garantizar derechos básicos, reforzar la confianza en las instituciones y cuidar la cohesión entre grupos que viven realidades muy distintas en la misma ciudad, la misma cuenca, el mismo país.
Inclusión: abrir puertas que siempre estuvieron cerradas
Si uno se detiene a mirar quién paga el precio más alto de la policrisis actual, los patrones se repiten de forma casi dolorosa. Las mujeres dedican más horas al trabajo de cuidados no remunerado y siguen encontrando techos de cristal en el empleo. Comunidades racializadas y pueblos indígenas concentran tasas de pobreza muy superiores al promedio nacional. Muchas personas con discapacidad continúan fuera del sistema educativo o del mercado laboral. Las personas LGBTIQ+ siguen enfrentando violencia, estigmas y leyes que las criminalizan.
La experiencia en América Latina y el Caribe invita a desconfiar de las soluciones que prometen inclusión solo con campañas de sensibilización. La inclusión social no se resuelve con un eslogan; se juega en la letra pequeña: quién puede acceder a un programa de apoyo, quién firma los contratos de agua y energía, quién se sienta en la mesa donde se define el futuro de un territorio.
En los últimos años han cobrado fuerza iniciativas que trabajan precisamente ahí, en la estructura. Gobiernos locales que revisan sus padrones para identificar a quienes nunca llegan a los servicios; proyectos que se diseñan junto a pueblos indígenas para que los sistemas de salud, educación, agua y saneamiento respeten sus formas de organización; estudios que miden el costo económico de la discriminación sobre personas afrodescendientes o LGBTIQ+ y demuestran que excluir no solo viola derechos, también empobrece al conjunto.
Incluir es, en el fondo, tomarse en serio la igualdad de dignidad y de oportunidades. Y aceptar algo que a veces preferimos no mirar: si siempre son las mismas personas las que quedan al margen, el problema no es individual, sino estructural.
Empoderamiento: del «se consulta» al «decidimos aquí»
Durante años vi en agendas y programas la palabra «participación» convertida en coartada. Se llamaba participación a procesos donde la gente era invitada a escuchar decisiones ya tomadas o a validar, sin margen real de cambio, proyectos cerrados desde un despacho. Una foto, un acta y, en teoría, asunto resuelto.
El enfoque de sostenibilidad e inclusión social nos obliga a ir más allá y recuperar una palabra incómoda pero necesaria: poder. Quién lo tiene, cómo se reparte y qué capacidad real tiene una comunidad de influir en aquello que determina su futuro.
De ahí el impulso a los programas de desarrollo impulsado por la comunidad y a mecanismos de control ciudadano sobre la inversión pública. En estos programas, los vecinos y vecinas no son convocados al final, sino al principio. Deciden si lo más urgente es un sistema de agua, un camino de acceso, una escuela o un centro de salud. Acompañan la ejecución, supervisan el uso de los recursos, participan en la evaluación.
En muchos talleres, por primera vez, una mujer de una comunidad rural toma la palabra frente a funcionarios y técnicos y les explica, con una claridad brutal, cómo se organiza el trabajo de agua en su barrio. En ese gesto hay más empoderamiento que en cien discursos bien intencionados. Es en esos espacios donde la gente aprende —y nos enseña— que su voz puede mover decisiones concretas.
En contextos marcados por la desinformación, la polarización y la captura de instituciones por intereses particulares, estos espacios son más que una buena práctica: son una forma de reconstruir confianza. Pasar del «se nos informó» al «decidimos aquí» es un salto cualitativo en la manera de entender la democracia cotidiana.
Resiliencia en tiempos de agua inestable
Si hay un hilo que atraviesa esta década y toda la serie «Agua para la Vida» es el del agua. Sequías prolongadas en regiones que antes eran húmedas, inundaciones donde el agua solía retirarse a tiempo, tormentas que rompen récords históricos. Los mapas del siglo XXI ya no se entienden sin mirar primero sus cuencas, sus ríos, sus acuíferos.
Cada vez que llegamos a un territorio y preguntamos por el agua, aparecen también otras historias: la del agricultor que ve secarse su pozo, la de la madre que calcula cuántos botellones puede pagar ese mes, la del joven que piensa en migrar porque su comunidad ya no garantiza ni empleo ni agua segura. Ahí se cruzan la crisis hídrica, la económica y la social.
En paralelo, el número de personas desplazadas por conflictos, violencia y desastres climáticos no deja de crecer. Muchas veces, la disputa por el agua, la tierra o los recursos se mezcla con tensiones políticas, étnicas o religiosas, y convierte cada crisis en un detonante más del conflicto.
En este contexto, la resiliencia social deja de ser un concepto técnico para volverse una pregunta urgente: ¿cómo sostener la vida cotidiana cuando el clima se ha vuelto más extremo y las reglas del juego global son tan volátiles?
Las respuestas que están funcionando comparten algunos rasgos. Fortalecen los medios de vida locales, de modo que una sequía o una crecida no lo destruyan todo de una vez. Tejen cohesión donde el crimen organizado, la violencia de género o los traumas de la guerra han roto el tejido comunitario. Y, sobre todo, integran a las comunidades en la gobernanza del agua: no como invitadas de piedra, sino como protagonistas de los acuerdos sobre uso, prioridades y protección de las fuentes.
Una presa, un dique o una planta de tratamiento pueden aliviar o agravar las tensiones según cómo se diseñen. La diferencia suele estar en esa dimensión social que a veces se pasa por alto en los informes: quién fue escuchado, quién tuvo acceso a la información, quién puede reclamar cuando algo no se está haciendo bien.
Reglas compartidas para no dañar: los marcos ambientales y sociales
A medida que crece la conciencia sobre estos impactos, también se han ido consolidando estándares para que las inversiones no generen daños irreparables. Son los llamados marcos ambientales y sociales, que hoy utilizan bancos de desarrollo y, de forma creciente, gobiernos nacionales y locales.
Lejos de ser una traba burocrática, estos marcos funcionan como una especie de contrato ético y técnico: si vamos a construir una carretera, un parque eólico, una red de agua o un proyecto turístico, hay cosas que no se pueden hacer, incluso si son más baratas o más rápidas a corto plazo.
Entre otras cuestiones, estos marcos obligan a:
- identificar desde el inicio los riesgos sociales y ambientales,
- escuchar a las comunidades potencialmente afectadas y recoger sus preocupaciones,
- proteger a grupos especialmente vulnerables —mujeres, pueblos indígenas, personas con discapacidad, hogares encabezados por mujeres, jóvenes sin oportunidades—,
- y establecer mecanismos de queja accesibles para corregir el rumbo cuando sea necesario.
En proyectos de agua, energía o transporte, esto se traduce en decisiones muy concretas: elegir trazados que no partan comunidades en dos, asegurar que las familias desplazadas reciban alternativas dignas, diseñar sistemas de tarifas que no expulsen a los hogares más pobres, garantizar condiciones laborales justas en las obras.
Convertir estos principios en obligaciones verificables es una de las formas más efectivas de evitar que, en nombre del progreso, terminemos profundizando las mismas desigualdades que decimos querer resolver.
Una comunidad sostenible se construye entre muchos
Vuelvo a la pregunta inicial porque, en el fondo, todo esto va de ahí: ¿qué significa asociarse para crear una comunidad sostenible en medio de la policrisis actual?
Significa, primero, aceptar que ningún actor puede hacerlo solo. Que los gobiernos necesitan a las comunidades organizadas, que las empresas necesitan reglas claras y legitimidad social, que las universidades y los centros de investigación necesitan salir del laboratorio para dialogar con quienes viven el problema en carne propia, que las organizaciones sociales necesitan alianzas que les permitan escalar lo que funciona sin perder el vínculo con el territorio.
Significa, también, mirar la realidad desde sus bordes. Diseñar políticas de agua pensando en la familia que aún depende del camión cisterna o del botellón caro, no solo en el usuario conectado a la red. Pensar la transición energética desde el barrio que sufre apagones y facturas impagables, no solo desde la sala de control de un parque solar. Escuchar a las mujeres que cargan bidones, a los agricultores que ven secarse sus pozos, a los jóvenes que piensan en migrar porque ya no ven futuro en su territorio.
Y significa, finalmente, tejer historias comunes. Que un proyecto de agua en una comunidad rural, un programa de empleo para jóvenes en una ciudad intermedia o una iniciativa de justicia ambiental en una gran metrópoli se vean como parte de una misma apuesta: la de sociedades capaces de cuidarse a sí mismas sin dejar a nadie sistemáticamente atrás.
En esa tarea, cada pozo construido con participación, cada acuerdo de uso de cuenca, cada barrio que recupera espacios de encuentro, cada marco ambiental y social que se aplica con rigor, suma más de lo que parece. No son soluciones mágicas, pero son pasos reales en la dirección correcta.
Quizá la imagen más honesta de una comunidad sostenible no sea la de una ciudad perfecta, sino la de un territorio que sigue cambiando, a veces a golpes, pero donde cada vez más personas tienen voz, derechos y capacidad para decidir el rumbo. Ese es el horizonte que propone la sostenibilidad e inclusión social.
Y también es el hilo conductor de «Agua para la Vida», la serie desde la que escribimos y trabajamos, y el punto de partida de cualquier alianza que quiera estar a la altura de este tiempo.