América Latina llena sus calles de vehículos eléctricos, pero la infraestructura de carga y la electricidad que los alimentan siguen, en gran medida, ancladas en los combustibles fósiles.
En los últimos años, entre aeropuertos, reuniones y visitas de campo, he ido acumulando escenas que se parecen demasiado entre sí. Un tranvía silencioso en Moscú, un compacto enchufable rodando por la Gran Vía en Salamanca, una jeepeta eléctrica buscando cargador en Santo Domingo, un taxi subiendo sin ruido por la Séptima en Bogotá. Ciudades distintas, idiomas distintos, pero la misma sensación: la calle empieza a enchufarse, mientras el sistema que hay detrás todavía corre detrás de ella.
Visto desde la calle, la historia es seductora: menos ruido, menos humo visible, aplicaciones que muestran puntos de carga, anuncios que prometen “cero emisiones”. Pero cuando el conductor abre el mapa con la batería ya cerca del final y busca dónde enchufar su vehículo, la postal cambia. Muy pocas electrolineras, concentradas en unos pocos barrios, parqueos o centros comerciales; listas de espera; cargadores fuera de servicio. Y, detrás del enchufe, una red eléctrica que no siempre es tan limpia como nos gusta contar.
La ciudad se electrifica… pero el sistema que la alimenta sigue, en gran parte, oliendo a fósil. Esa es la paradoja que me interesa mirar en este texto.
El boom silencioso del carro eléctrico urbano
En poco más de cinco años, los vehículos eléctricos y enchufables han pasado de ser rarezas de nicho a actores visibles en las calles latinoamericanas. Desde mi trabajo en proyectos de transición energética, lo veo en las cifras… y en las conversaciones.
En República Dominicana, un país pequeño, lo vivo de forma todavía más directa. En diciembre de 2024, a mi hermana le asignaron en su trabajo una jeepeta eléctrica. Sobre el papel era un salto a la modernidad; en la práctica, cada viaje fuera de la capital se convirtió en una pequeña operación logística.
Antes de salir había que abrir la aplicación, reservar una estación de carga, llegar con tiempo y esperar unos 45 minutos hasta completar la batería. Hasta ahí, todo razonable.
La verdadera odisea empezaba en carretera: a medida que bajaba el porcentaje de carga íbamos haciendo cuentas, mirando el mapa una y otra vez, preguntándonos dónde podríamos enchufar de nuevo, si la electrolinera estaría libre, si el cargador funcionaría. Con un carro convencional uno mira el nivel de combustible y sabe que tarde o temprano aparecerá una gasolinera; con el eléctrico, en el mapa dominicano de hoy, esa certeza todavía no existe. Hay más puntos de carga que hace unos años, sí, pero la experiencia cotidiana sigue siendo frágil, llena de imprevistos. La transición va por buen camino, pero hoy nos falta mucho.
En Colombia, el asombro es aún mayor. Cada vez que vuelvo a Bogotá veo más carros eléctricos en la calle, pero casi nunca veo una sola electrolinera. En el conjunto residencial donde vive mi madre he contado más de veinte vehículos eléctricos; en las reuniones de copropiedad se habla de instalar dos puntos de carga, pero por ahora son solo líneas en un plano. Cuando camino por el parqueadero, la pregunta se repite como un eco: si aquí ya hay tantos, ¿dónde cargan todos?
Algo parecido ocurre cuando me siento a hablar con empresas de buses urbanos que han apostado por ampliar su flota eléctrica. Me explican que tienen vehículos parqueados porque los sistemas de carga no dan abasto, porque la infraestructura solo permite cargar unos pocos buses a la vez o porque la red eléctrica del patio simplemente no estaba pensada para alimentar decenas de cargadores rápidos trabajando de madrugada. La tecnología llegó primero; la infraestructura, y la red que la sostiene, siguen tratando de alcanzarla.
En mi última visita, en 2023, me impactó la evolución eléctrica de Moscú. A una velocidad feroz, la ciudad ha ido cambiando buena parte de su sistema de transporte a eléctrico, con una tecnología de carga que sorprende a cualquier visitante.
En estaciones de metro, tranvías y buses, la infraestructura parece pensada como un todo: enchufes donde tienen que estar, señalización clara, tiempos de carga integrados en la operación diaria. Allí uno se da cuenta de algo muy sencillo y, a la vez, muy difícil de replicar: cuando la planificación se hace en serio, la electrificación del transporte deja de ser una suma de proyectos dispersos y empieza a parecerse a una verdadera economía circular en movimiento.
Desde la ventana del ciudadano, la historia parece lineal: el carro eléctrico ya está aquí. La pregunta incómoda aparece cuando miramos qué tan preparada está la ciudad para alimentarlo.
Muchas baterías, pocos enchufes
La electrificación del transporte no empieza en el concesionario, sino en un gesto mucho más simple: decidir dónde enchufas el carro cuando el marcador empieza a bajar en serio. Esa es, quizá, la conversación que más se repite en los últimos años cuando hablo con amigos, taxistas o choferes de empresa.
Hay quienes tienen la suerte de contar con un enchufe propio en el parqueadero: llegan de noche, conectan el cable y se olvidan hasta la mañana siguiente. Para ellos, el vehículo eléctrico es casi una extensión natural de la casa o de la oficina.
Pero una parte creciente de la gente vive otra realidad. Depende de cargadores públicos o semipúblicos repartidos en centros comerciales, parqueos privados, estaciones de servicio reconvertidas. La logística se vuelve más densa: abrir la aplicación, reservar turno y confiar en que el cargador estará libre y funcionará dentro del hueco que deja la agenda.
En las distintas ciudades donde he estado —desde el Caribe hasta los Andes, pasando por megaciudades sudamericanas— la historia se repite con pequeños matices locales. La infraestructura existe, pero llega a cuentagotas, concentrada en ciertos barrios y corredores; mientras tanto, el número de vehículos enchufables crece mucho más rápido.
Por eso muchos conductores circulan con una especie de “segunda conciencia” en la cabeza: no solo piensan en el tráfico o en la ruta, sino en el porcentaje de batería y en el próximo enchufe disponible. La transición al carro eléctrico, vista desde el volante, no es solo un cambio de tecnología; es un cambio de manera de planificar el día.
A escala de sistema, el resultado es claro: tenemos cada vez más baterías rodando por las calles que enchufes capaces de alimentarlas con tranquilidad.
Cuando el enchufe sigue oliendo a fósil
Hay un segundo malentendido frecuente: pensar que, porque el carro es eléctrico, la historia de las emisiones terminó. En realidad, lo que cambia es el lugar donde se emite el CO₂.
Viajando entre países uno descubre, casi sin querer, tres tipos de escenarios. Hay lugares donde la mayor parte de la electricidad viene de fuentes renovables: agua, viento, sol, biomasa. En esos contextos, enchufar un vehículo equivale, de verdad, a reducir de forma drástica la huella de carbono de cada kilómetro recorrido.
Hay otros donde la electricidad sigue saliendo, sobre todo, de centrales que queman gas, carbón o derivados del petróleo. Allí, el vehículo eléctrico limpia el aire de la avenida —no hay humo a la altura de los pulmones, no hay ruido de motor—, pero una parte importante del CO₂ se sigue emitiendo más lejos, en la chimenea de una central que casi nadie ve.
Y están los escenarios intermedios: países que dependen fuertemente de grandes hidroeléctricas, por ejemplo, pero que en épocas de sequía tienen que recurrir masivamente a plantas térmicas para sostener la demanda. En esos momentos, la electricidad que creíamos limpia deja de serlo tanto.
Si a esa mezcla le sumamos cargadores que se conectan sin más a la red en horas pico, el riesgo es evidente: la nueva demanda del transporte puede empujar precisamente a las plantas más contaminantes a operar más horas. Cambiamos el ruido y el humo de lugar, pero no necesariamente reducimos el problema de fondo.
La electrificación del transporte, por sí sola, no garantiza una transición climática justa. Tiene que ir de la mano de una transformación igual de profunda en la manera en que producimos, gestionamos y almacenamos la electricidad.
Una electrolinera solar y la ciudad eléctrica posible
En medio de estas tensiones, hay lugares que funcionan como pequeñas ventanas al futuro.
Uno de ellos está en el Caribe. En Bávaro–Punta Cana conocí Evergo Connect, una electrolinera abastecida con energía 100 % solar e integrada a un sistema de almacenamiento en baterías. Más allá del nombre y de las fotos llamativas, lo que me interesó fue la lógica: no se trataba solo de instalar cargadores rápidos, sino de pensarlos como parte de un ecosistema de energía renovable.
Mientras los vehículos cargan, los paneles en los alrededores producen electricidad y las baterías estacionarias ayudan a gestionar los picos de demanda. Cada auto o moto que se enchufa allí reduce al mínimo su dependencia de combustibles fósiles. El enchufe deja de ser un simple punto de consumo y se convierte en la punta visible de un sistema pensado para generar, almacenar y usar energía limpia de forma coordinada.
Esa misma lógica podría replicarse, con sus matices, en muchas ciudades latinoamericanas: techos solares en estacionamientos, cubiertas fotovoltaicas en terminales de buses, patios de empresas de transporte equipados con baterías que se cargan al mediodía y alimentan los vehículos al anochecer. No es ciencia ficción; son decisiones de diseño y de inversión.
Adaptar de verdad el transporte eléctrico implica cambiar la escala de la conversación. No basta con celebrar cada nuevo cargador rápido o cada torre que reserva plazas para vehículos eléctricos. Hay que preguntarse cuántos puntos de carga necesita cada barrio, cómo se conectan a la red sin disparar los picos de demanda y, sobre todo, de qué fuentes vendrá la energía que entregan.
La imagen de futuro es menos futurista de lo que parece: un taxi que se enchufa bajo una pérgola solar, un bus urbano que recarga entre vueltas en un patio alimentado por eólica y fotovoltaica, un carro particular que encuentra un enchufe de barrio sin sentir que está pidiendo un favor.
La transición del tubo de escape al enchufe ya comenzó. Lo que está en juego ahora es si seremos capaces de convertir esa transición en algo más que un cambio de tecnología: en una decisión coherente sobre el tipo de sistema energético —y de ciudad— que queremos dejar en movimiento cuando no estemos.